¿Qué serán los Estados Unidos?
Una cajita china, cámara oscura
de la libertad, un carrito loco.
Un parking-lot al por mayor, cosa
publix, boarding home demócrata donde refugiarnos del horror: es decir, de la
política Made In Cuba.
Lorenzo García Vega ha muerto.
Este hecho no amerita ni una
línea de más.
Dejará de apuntar sus párrafos
zen. Sólo eso. Quedará un poco trunco el disparate cubano de la Transición.
Por lo demás, hacía ya siglos que
era un hombre de otra época, de otras barbaries, de otras angustias que le
desfiguraban el rostro en aquella Habana donde Lezama cogía carros. Y culos (o
pagaba por darlo, como por publicar impúberes poetas).
La poesía cubana ni se dará por
enterada del caso LGV, como no se da por enterada de nada, como no ha visto pasar
por escrito el fin de la Revolución.
En algunos órganos oficiales se
publicará ahora una respetuosa esquela, escupitajo funerario sin sentido del
borrón, de la jugarreta, sin el menor estilo de nuestro destartalo.
Homenajes. Dossiers.
Comemierdurías de traje y corbata, casi con un cagüita de bombín.
Qué cheos somos, qué pacatos, qué
entecos, qué origenistas.
A la espera dejó por construir un
Disneylandia en la Sierra Maestra, que son nuestros Alpes albinos. Caballitos
de Troya y catacumbas de utilería, Castricos pop-up, fusiladitos de fricción,
tanquecitos de cuerda, libros de hojalata a cambio de una buena propina bajo el
desaforado sol.
Hacía también siglos, desde la despingante
década de los sesenta, LGV era el último de su generación. No lo sobrevive
nadie. Al menos no un testigo.
Un joven amigo escritor, lector
privilegiado y el único que reparó en Cuba en su muerte, tuvo deseos de soltarme
un lugar común, casi un titular de corte republicano, pronunciado a través de
nuestros teléfonos espiados groseramente por el gobierno: cada vez estamos más
solos...
De ese aislamiento constitucional,
de esa balcanización a estas alturas de la debacle, de ese silencio
subsocialista, de esa insolidaridad insufrible, vamos poblando el desamparo de
nuestro solar yermo. De esas chinches se compone el hábitat de nuestra
colchoneta.
Cada vez estamos más solos porque
cada vez estamos más cerca de los asalariados del Clan Castro, porque ya no quedan
intermediarios, ni sobrevivientes, porque los uniformados de verde oliva no nos
dejarán la opción de emigrar y hacernos explotar por un capitalista del Primer
Mundo, empujando los víveres de otros en un mall, haciéndonos octogenarios en
un ilegible estado de ineditez, como bebitos que todavía no saben leer (y mucho
menos escribir).
Cada vez estamos más sórdidos.
Lorenzo García Vega no se enterará de nuestro cadalso, no pensará nada de
nuestra literatura por venir, textos intraducibles con los que congraciarnos
con nadie.
Estamos condenados al canon de
los triunfadores, de los eruditos becarios, de los revisteros con su obra integra
en las grandes editoriales de España.
No fuimos más arteros que la
policía política. No supimos deshacernos a tiempo de nuestra biografía. Tuvimos
pánico. Fuimos pendejos. Nos queda tragar pastillas y publicar.