LOS LIBROS DE LA MUERTE CUBANA
Orlando Luis Pardo Lazo
Hay un género literario mucho más vivo que toda la
literatura cubana, que, por cierto, desde hace décadas es ya un fenómeno más
bien moribundo.
Ese género son los “libros de la muerte”, los libros
escritos por los asesinos en serie de la Isla (con metástasis latinoamericana),
como si fueran personajes perversos de un thriller ideológico llamado la
Revolución.
Hoy, con 15 años de retraso, me animé a releer de un
tirón uno de esos monumentos vitales a la muerte cubana: “El furor y el delirio”(Tusquets, 1999), del killer hijo de killer y asalariado de killers
Jorge Masetti, cuyo destino de depresivo o de vedette best-seller hoy ignoro,
pero cuya prosa admiraré siempre por su morbosa monstruosidad.
Este género grotesco no tiene límites, por eso es
superior a cuanto puedan generar los autocensurados escritores cubanos. Aquí se
combina un Edipo rocambolesco con el Macho-Jefe (o la Mafia en Jefe) con una
frialdad que, para no reconocerse suicida, se convierte en criminal.
De un lado, el horror (más que el furor) de fallarle al
Estado totalitario. Del otro, la debacle (más que el delirio) en que se sume la
vida del narrador, girando en círculos de escualo sediento de sangre, a cambio
de algún sentido para una existencia estéril, devaluada. Sin valor. Ni
valores. La muerte como moral.
En esta lógica, quien es capaz de matar, es bueno y bello
y tenía la razón. Quien se deja matar es frágil y feo estaba fuera de lugar y
por eso mismo sobraba del mundo.
Estos serial killer actúan desde un solipsismo
atroz, pero ni por un solo instante dejan de tener contactos con el complot
continental. Y es aquí donde este género grosero brilla por su siniestra sinceridad:
no hay política, ni arte, ni deporte, ni enfermedad, ni accidente, ni fama, ni
fronteras, ni naciones, ni historia, ni memoria, ni identidad, ni nada que no
sea pactado a priori por los héroes de la acción pura, por los matarifes pre-políticos
en este caso del castrismo internacional (sea del signo que sea: el castrismo
es el pluribus unum de nuestro tiempo).
Jorge Masetti narra entonces desde los huecos negros que
los cubanos, como pueblo perdido, jamás sospecharíamos de no ser por obras así.
Aquí oímos la cháchara del poder a perpetuidad. Espiamos los parlamentos de
pasillos de los ministros del mal, que administran la muerte masiva a voluntad.
Intuimos la inteligencia insidiosa, que traza el teatro de títeres que es nuestra
biografía de ciudadanos de atrezo, tétricos. Nos damos cuenta de incontables cosas
con “El furor y el delirio” y sus anagnórisis agónicas. Cosas literariamente
incontables.
He aquí, por fin, la voz privada de la nación, su novela
invivible, su quejido de cadáver íntimo e intimidante. Y gracias a este género
entendemos, mucho más que su autor (que sólo cree haber hecho catarsis), que
los cubanos que seguimos vivos seremos siempre cómplices o culpables, porque en
algún punto muerto de nuestras vidas hemos sido perdonados por la Seguridad del
Estado.
En más de un sentido, y de esto Jorge Masetti sí se da
cuenta perfectamente, quien sobrevive es un traidor. Sus opciones son simples ahora
(tal vez él ya eligió en estos 15 años de retardo en mi relectura): la locura o
la santidad.
Después de la Revolución cubana, la muerte volverá a no
tener ningún significado. El castrismo tiene, pues, un rol que cumplir a
perpetuidad: dosificar el mal que los hombres le hacemos de gratis a los otros hombres
y, de ser posible, precipitar la mano maléfica de dios, su furia deleznable para
con quienes estamos aún vivos en tanto enemigos entremezclados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario