LEER
A LICHI EN EL CONSEJO DE ESTADO
Orlando Luis Pardo Lazo
Supongo fue en 1998. Soy bioquímico —era bioquímico— y por entonces
trabajaba en un laboratorio de genética molecular, consagrado a la creación de
vacunas de ADN recombinante para uso en humanos. Dengue, Hepatitis B y C,
meningitis bacteriana, HIV, y exquisiteces así. Yo era, pues, mano de obra
especializada del Clonador e Inmunólogo en Jefe, quien había construido ese
centro como venganza contra la UNIDO, que a mediados de los ochenta prefirió a
Trieste y Nueva Delhi antes que a La Habana para patrocinar un proyecto similar:
el ICGEB.
Éramos un buen equipo. Gente que parecía del Primer Mundo en el
Polo Científico del Oeste de La Habana, metidos a tope de aire acondicionado en
esa mole sepia que aún aparece al dorso del billete de 50 pesos cubanos: el
Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología (CIGB).
Después de estudiar en una Facultad de Biología con excelentes
profesores, pero sin un centavo convertible ni para medio litro de agua
medianamente destilada, el solvente CIGB era la apoteosis de la libertad
investigativa. Manos libres, mente libérrima.
Adscrito, a través de José Millar Barruecos (Chomy) al Consejo de
Estado, contábamos con internet antes de la internet cubana, corríamos
cualquier estilo de electroforesis, usábamos radioisótopos y sintetizábamos
nuevas biomoléculas, todo con reactivos al por mayor Made in USA y, lo más
importante para un lector voraz como yo, hojeábamos hasta con cierto desdén las
revistas del día Printed in USA, lo mismo que los libros de textos actualizados
—algunos adelantados— y los reprints que los colegas yanquis nos enviaban a Cuba,
gracias al correo postal de un país intermediario.
En uno de esos cubículos del piso 7B cayó como un bombazo el
informe. El Informe contra mí mismo, de Eliseo Alberto, el hijo rebelde
del poeta cubano Eliseo Diego, Premio Nacional de Literatura 1986 y fallecido
de visita en México en 1994.
Fue a principios de 1998, más o menos cuando la vertiginosa visita
del papa Juan Pablo II a la Isla, poco después de yo oír galvanizado la arenga
del padre Meurice por radio, uno de esos sábados laborales de enero, con
audífonos para disimular en pleno laboratorio, que agoreramente era el G-2 (Genética-2).
El libro, como tantos otros hallazgos editoriales de los años noventa,
venía ya desguazado por el pase-pase clandestino de mano en mano. Por lo
general, no se imprimen ni venden autores exiliados en Cuba (o el Estado sólo
pone a circular el porciento menos inconveniente de sus obras). Y a mí la
verdad que la poesía de Eliseo Diego me entusiasmaba muy poco por entonces (hoy
más, porque yo también he ido envejeciendo como un lord loco entre lo
enamoradizo y la depresión; porque yo también moriré sin darme cuenta lejos de
Cuba).
Así, con esa ignorancia insultante de profesionales de las células
eucariotas, le entramos al mamotreto. De uno en uno, todos mis colegas de la
carrera, leyendo a la carrera, robándole horas de sueño a las madrugadas de
fermentación o Polymerase Chain Reaction o secuenciación de plásmidos; aprovechando
las meriendas de medianoche, la luz pulcra de los pasillos y la aclimatación
nórdica, lo que nos hacía vivir en una realidad virtuosamente virtual,
futurista, donde el Período Especial y la Opción Cero —el riesgo de un estado
de excepción con reconcentración ciudadana— era sólo una pesadilla que nuestro
solapín electrónico exorcizaba, tan pronto traspasábamos la garita del CIGB. Pero
hasta aquel coto de micropipetas y nanomedidas llegó el informe del tal Eliseo
Alberto: Lichi ya para siempre, porque en julio de 2011, tras un trasplante
renal esperado por años, el autor contra sí mismo murió.
Hubo, por supuesto, quien negó tres veces la prosa de Lichi en el
laboratorio. Negar en Cuba es muy ventajoso: te pone a salvo de los
positivistas prehistóricos en el poder. Y con toda la razón del mundo es
negable su prosa, porque Informe contra mí mismo no es verosímil en
absoluto (por eso mismo es verdad). Y ni viviéndolo en texto propio uno puede creerse
tanta brutalidad incivil, tanto daño de alma —ese no se compensa con salud y educación
gratuitas—, tanta familia infiltrada por una fe atea casi física en la
infalibilidad de Fidel. Y tanta delación doméstica, como la que el hijo de
Eliseo Diego cometió contra el padre de Eliseo Alberto. Miserias del Ministerio
del Interior.
Semejantes sutilezas de la Seguridad del Estado son peores que los
juicios sumarísimos y sus calabozos a perpetuidad. No el diablo, pero sí el
déspota está en los detalles. En lo anormal convertido en normal. En acatar lo
que hasta en el país más represivo del mundo rechazaríamos con gritos y patadas
en plena plaza. En este sentido, es muy injusto llamar “dictadura” a la
Revolución cubana. Las dictaduras son derrocadas, pero la Revolución es
resistencia a rajatabla. No hay paraíso peor que los paraísos perpetuos.
Termodinámica de una Isla impotable.
Hubo incluso quien dejó de leer a mitad del libro de Lichi, con
lágrimas ideológicamente inoportunas corriéndole por la cara, al intentar sin
éxito defender en público a su autor (¿cómo no enamorarme de semejante visión?).
Hubo quien leyó, y apenas sonrió con sorna o hizo mutis (todavía lo hacen, y es
su derecho: los cubanos queremos callar, y no es cobardía sino el coraje de la
complicidad).
Dos o tres veces intentamos comentar el Informe en grupo de
manera jovial. En algún tiempo libre, en los gimnasios, en una cámara de
incubación de 28 o 37 grados Celsius —¡en las de 4 o -20, por supuesto que
no!—, en la parte trasera de los buses que nos llevaban y traían del CIGB en
aquel abusivo a la par que excitante “horario de consagración”. Comparábamos las
listas de los exiliados y sus destinos foráneos para actualizarlas unos meses
después de publicado por Alfaguara. Entonces nos imaginábamos en silencio a cada
uno de mi generación de bioquímicos balcanizados por ahí, unos y otras sin
volver la vista atrás, ni poder cogernos por los cachetes para decirnos directamente
a los ojos: oye, tú, mira que yo te quiero a pesar de ti.
Y reír. Reír a coro con tal de detener el debate a un paso antes
del abismo. En tanto subciudadanos de nuestro mundo de enzimas y buffers, no
estábamos preparados para polemizar políticamente mucho más. Ni era sabio
tampoco tantear nuestros propios límites de lectura.
Ahora, cuando buena parte de aquellos colegas están radicados en el
exilio, somos todos la parodia imperfecta de los personajes de Eliseo Alberto.
Cada quien arrastra su propio informe contra sí mismo, contra nosotros mismos.
Por ejemplo, a más de uno se nos prohibió vivir bajo el mismo techo
con familiares cercanos considerados conflictivos y/o no confiables y/o
contrarrevolucionarios, si es que deseábamos permanecer contratados por el CIGB.
Existía el riesgo ridículo de que revelásemos en sueños los secretos moleculares
de un Estado molar, mortal. Como recompensa, el CIGB nos ofrecía un apartamento
prestado justo al cruzar la esquina de 31 y 190, entre la pobreza del barrido
barrio de La Corbata y el concreto medio brutalista del CIGB.
A más de uno se nos amonestó con una mancha en el expediente
laboral por no votar unánimemente en contra o favor de algo en el consejo
científico, sobre todo si nuestros criterios de tecnócratas contradecían a los
de Chomy, que fungía de mecenas estatal y de vocero de la inspiración bioalquimista
del propio Fidel.
A otros se nos culpó de cartearnos digitalmente con el enemigo, en
vez de odiar a esos desertores del CIGB a los que se le pagaron congresitos y
becas foráneas de PhD, sólo para que nunca abordaran el vuelo de vuelta a Cuba.
Algunos llegaron a ser expulsados, luego de acusarlos de pornógrafos o, más
mediocremente, de adúlteros a un compañero(a) que era cuadro del Partido o la
Juventud comunista. A algotros se les robó información más o menos íntima con la
técnica traidora de plantarnos a soplones como amigos, mientras nos metían micrófonos
en la autoclave o incluso en el auto de este o aquel compañero(a). Paranoia,
¿para qué? Paticas, ¿pa´ qué te quiero?
Lichi ha muerto a punto de lunes, como corresponde a su promesa
hecha con la eternidad (un plagio precioso del padre que lo perdonó y se hizo
perdonar su hijo). Lichi en el cielo con informes. Lo extraño, aunque nunca lo
conocí. Sé incluso chistes que él mismo hacía sobre cómo y cuándo le caería
literalmente —literariamente— del cielo un riñón. Lichi era uno de nuestros
últimos seres humanos, y esto no implica para nada una apología. Antes bien, ser
humano es una pésima adaptación evolutiva en un archipiélago Cubag donde el
cero humano es estadísticamente más significativo. Teoremas del totalitarismo
en fase terminal, la más temible: la de la autotransición del F1 al F2 al Fn.
Fuera de Cuba, jamás he vuelto a ver una copia del Informe
contra mí mismo. Al parecer es un libro endémico y hace ya rato en peligro
de extinción. Un objeto impreso que los jóvenes cubanos de hoy estiman como
muuuy envejecido. Cosas de la Guerra Fría o, mejor, de la Guerrita del Pan
Duro, cuando aún existían la Tarjeta Blanca y el Permiso de Residencia en el
Exterior, entre otras delicadezas del fidelismo feudal.
De las novelas de Lichi, a ninguna le cogí tanto cariño como a su
primera no-ficción. A estas alturas de la historieta, no me gusta jugar por
escrito a los caracteres bien construidos y toda esa bazofia de cajas chinas,
magdalenas con té, icebergs escondidos y decálogos del óptimo narrador. Por
favor. Que ya tenemos pelitos hasta en la próstata.
No quedó ni la desmemoria de uno solo de nosotros en aquel CIGB trasnochador
de guantes enchumbados de bromuro de etidio y/o fósforo alfa radiactivo y/o
poliacrilamida cancerígena del Premio Nóbel de Medicina que cada uno de
nosotros iba a ganar. Ja.
Conservo en mi exilio de pacotilla, eso sí, el deleite dolido de haber
leído a Lichi de Diego en las siglas con sigilo del CIGB. Fue uno de los que
primero me enseñó a pensar: a no pasar por pasar, a patear respetuosamente las
palabras hasta que escurriesen una goticámbar del néctar de la verdad. De la
mía, de la nuestra, de la de él.
Verdades a veces de vodevil, como es obvio, nada teleológicas como
las de su Tío Cintio Vitier. Verdadecitas en miniatura que ningún cubano,
cojones, nunca más debería verse en la obligación de esconder. “Eso es caca”,
nos dice con descaro el castrismo, como si fuéramos sus niños en un fermentador
con medio LB y antibióticos antimperialistas que todos ya esquivan, sí, pero
con una hipocresía que es la causa por la que los cubanos nos corrompemos antes
de crecer.
Verdades verdes de limón limonero las damas primero y dame un abrazo que yo te pido, certezas tan incontestables que da pena ponerlas en blanco y negro de nuevo aquí (por eso mismo es que vale la pena reponerlas): antes de mí, Eliseo Alberto, nadie quiso más a Cuba que tú.
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