HABLÁBAMOS CON
HORROR DE ESO MISMO
Hablábamos con horror de política. Era el invierno de 1989 y recién
empezábamos la universidad. Ninguno cumplía todavía ni veinte años y ya éramos
cadáveres de la dieta colectivizada de aquellos años de gloria del comunismo
cubano. Queríamos sobrevivir al fin de la historia. Pero afuera se acababa el
mundo colorado. Aunque en Cuba lo único que caía era una lluvia colorada, según
cuenta el poeta José Kozer. Los titulares de los periódicos eran tétricos. “El
que a hierro mata, a hierro muere”, por ejemplo. Las pedradas del muro de
Berlín comenzaban a caer desde Beijing hasta Panamá. Uno de esos ladrillos se
fue de órbita y tumbó al Sputnik (selección de selecciones en español de
la prensa soviética, que circulaba perestoikamente en La Habana, causando la
alarma de la casta proletaria en el poder). Fidel se puso muy serio. Ojeroso,
desencajado. Creo recordar que encaneció en muy pocas semanas: una marioneta de
María Antonieta. Perdió los dientes y le pusieron implantes. El eje
Gorbachov-Ochoa ensombreció a nuestro ogro fidelantrópico. Con la falta de fuel
del Este de Europa, Fidel fusiló a los héroes herejes de su totalitrópico. Tal
vez Fidel fuera entonces el único cubano consciente de que aún tendríamos que
sobrevivir treinta años arrastrando las cadenas anticapitalistas de su Revolución.
Por el momento, nosotros hacíamos homéricamente el amor —no pocos lo
intentábamos con torpeza tardía por primera vez—, mientras Fidel cavaba túneles
que sólo él sabía para qué o con quiénes se iban a emplear. Todo holocausto
comienza con una letra muda.
Hablábamos con horror de política. Era el verano de 1994 y recién
terminábamos la universidad. Fidel lucía mucho más animado, rejuvenecido. Había
hecho un pacto con el diablo o algo así. Pero el resto de la gente se veía
flaca y con piel cetrina. Un pueblo con polineuritis y polineurosis. Sexo
rentado y ansiolíticos en moneda nacional. En La Habana hubo asaltos
espeluznantes y asesinatos en serie de un Hollywood clase Z. Los rumores cogían
presión. Los suicidios estaban a la orden del día (algunos provocados por el
Ministerio del Interior). A casi nadie lo cogían preso, pero las cárceles
continuaban repletas: milagros materialistas de una retórica entre rejas. La
moneda de nuestro enemigo a muerte poco a poco cicatrizaba una economía
cauterizada por el Estado: Fidel en persona autorizó una dolorosa —y dolosa— dolarización.
Los ahogados flotaban en las aguas tórrido-territoriales de la Isla: órganos comidos
por los peces, a veces macheteados por otros balseros, encallaban por aquí y
por allá sobre los arrecifes. La ciudad entera lo era: un desierto de
dienteperros. Vi cubanos corriendo como caballos encabritados por las calles de
Centro Habana. Gritaban “pinga”. Gritaban “se cayó esto”. Gritaban “hambre”.
Gritaban “libertad”. Después, se lanzaban como lemmings al mar (es un mito
biológico: el mar mismo es un mito en Cuba). Hubo un exilio intranacional en la
base naval yanqui de Guantánamo: decenas de miles de cubanos huían desde Cuba
hacia Cuba, ansiosos de ser hechos prisioneros por la marina norteamericana. Otros
perdían las piernas en los campos minados con que Cuba dice protegerse de Estados
Unidos (en realidad, ese muro de minas es para contener en casa a nuestra
población). Por el momento, nosotros hacíamos planes laborales casi épicos —nadábamos
en el tiempo solvente del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología (CIGB),
adscrito al Consejo de Estado— mientras Fidel firmaba acuerdos migratorios a la
cañona con Clinton, quien a su vez firmaba la Ley Helms-Burton para
proporcionarle al castrismo el ansiado aislamiento donde incubar su burbuja de
impunidad (sin el embargo comercial y financiero de Washington a La Habana,
hace rato que se hubiera extinguido la Revolución).
Hablábamos con horror de política. Era el invierno de 1998 y el
Papa polaco silabeaba y se babeaba en La Habana. Sonreía con la paz de los
santos a priori. Alzaba su voz más allá del carrillón de sus cuerdas vocales.
Se le veía como un viejito entre sabio y escéptico, apenas en pie por la fuerza
de su divina voluntad. Un verdadero poscomunista, que sabía que el castrismo intercontinental
sería tan eterno como Roma misma (el castrismo encarna ese amor que el capital
no puede proporcionarnos; el castrismo es un remedio paternalistísimo contra
todas nuestras inciviles carencias de infancia; el castrismo es la mundana
trinidad: Fidel, Estado, Revolución). Pensé que el Papa iba a colapsar de alegría
en plena Plaza de la Revolución: “sois un pueblo muy entusiasta”, nos mintió
(somos la apatía hecha pueblo). Pero entre el populacho oímos otra vez los
gritos de “Libertad, Libertad”. Y todavía resonaban en nuestros oídos las
palabras provocadoras del Padre Pedro Meurice en la misa de Santiago de Cuba
(lo sobrecogedor fue oírlas por los micrófonos anquilosados de la TV nacional).
Cargué un rato a mi novia. Pesaba. Hacía un sol impropio para la estación. El
Ché de acero y el Cristo de papel se derretían iconoclásticamente. Fidel usaba
traje y no sé si corbata. Me dio un descenso premonitorio, un desmayito
prodemocrático, pero resistí hasta el final (lo mismo que García Márquez y su
cáncer pasado por internet cuando en Cuba aún no había internet). Cuando el
avión del Papa despegó, entendí literalmente qué cosa era nuestra soledad
secular, cuán solos estábamos como pueblo ante el titán eterno que era Fidel. Qué
imposible tedio en el alma sería la vida de los cubanos sin nuestro querido
primer dictador (llamar “dictadores” a los anteriores dictadores de la Isla sería
una ofensa para quienes nos hemos acostumbrado a nuestro castrismo constitucional).
Hablábamos con horror de política. Era el verano de 2001 y Fidel se
moría por primera vez (ya nadie recuerda este deceso). Un “descenso”, según
improvisó el canciller Pérez Roque en vivo en plena TV. A las pocas horas de su
desmayo oficial, el comandante ya resucitaba espectacularmente en una Mesa
Redonda espectral. Nuestro hombre en la Plaza hacía chistes sobre muerte,
jovial. Fidel dijo en cámara que su bajón había sido una especie de ensayo
general para su velorio. Los locutores por primera vez en décadas lo desmentían.
Le decían que no, que él nunca se podría morir. Y Fidel los evaluaba según el
grado de abyección en público que demostraban. Nosotros ya no amábamos
demasiado a nadie, pero los túneles de Fidel aún seguían allí (La Habana gruyère):
traqueotomías tumefactas alumbradas con un bombillito ahorrador Made in
Beijing. Esos alucinantes criaderos de hongos alimenticios y refugios anti-atómicos
terminaron convertidos en nicho para las cópulas cubanas rigurosamente
underground. Para colmo, para entonces ya me habían botado del CIGB, por ser “no
idóneo” y tener planes secretos de emigrar (y encima haber escrito un poema
contrarrevolucionario sobre la homilía del Papa en la Plaza en contraposición con
los histerismos de Fidel allí). Me busqué un medio empleo como promotor cultural.
Me vi de bufón amateur que simula alegría, anunciando peñas artísticas y presentaciones
de libros y talleres literarios para tarados de la letra. Me sentía muy triste
y muy libre. Dejé de leer. Mi mejor amigo murió de enfisema en una fiesta.
Intuí que el próximo de mis mejores amigos en morir sería yo. Ya no quería ni salir
de Cuba. Quería demostrarle al mundo que el fracaso del mejor de mi generación —yo—
sería nuestra venganza colectiva contra el colectivismo de Fidel (co-lectivo:
Cuba es un aula-jaula donde todos leemos lo mismo hasta la náusea).
Hablábamos con horror de política. Era la Primavera Negra de 2003 y
yo era un periodista apócrifo in-the-pendiente. Cobraba derechos de autor
clandestinos, en un campo literárido donde vivir del texto puede ser penado
como un acto criminal. Por supuesto, también caí en la trama de publicar
cuentos y poemas en Cuba: un país que por momentos parece un paraíso editorial
y por momentos es una prisión pedagógica (misión Makarenko). A veces, en la
misma semana me daba el lujo de alternar heterónimos entre La Jiribilla castrista
y la anticastrista Cubanet (al peor modus scribendi de un Pessoa pasado
de moda entre el Ministerio de Cultura cubano y la Miracle Mile de Miami). Sospecho
que fui el hombre más independiente de mi generación: un Kafka cubanietzsche
autotitulado “der unabhängigste Mann in Amerika”. Meses o años después, Fidel se
cayó de cabeza y, todavía con su brazo izquierdo enyesado, sacó a los dólares
de circulación. Lloré de pura nostalgia numismática: los pesos nacionales son de
un diseño tan represivo que no dan ganas ni de hacerse rico. Además, ya me había
acostumbrado a la iconografía de doble moneda de nuestro Das Kubapital. Me
compré una cámara Canon y me concentré en fotografiar banderitas cubanas al por
mayor: flagtografías. Pero al tercer día fui preso por retratar una chimenea en
ruinas con un Martí ñato en primerísmo plano (me liberó un vecino que es capitán
de la policía y conocía por dentro el dominó de la corrupción). No quedó nadie
querido que no hubiera emigrado. Tuve que buscar el amor en dos o tres
generaciones más jóvenes que yo (hoy todas son menores) y sólo entonces entendí
que el castrismo es una carambola donde nadie se encuentra nunca con el amor.
Ya no hablábamos ni con horror ni de política. Era el otoño de 2015
y Fidel era la sombra nonagenaria de un fetiche promocional de los piyamas Adidas,
tecleando sus reflexiones para un siglo XXI que nunca fue (Fidel nos sigloveintificó
la vida a golpe de su carisma o acaso sus cojones finiseculares). Por un
resquicio del raulismo, un par de años antes me fui de Cuba con la promesa de no
volver a ver la única ciudad en la que es creíble mi corazón (también prometí
no publicar nada en Cuba hasta después del 1ro de Enero de 2059, cuando la
Revolución sea sólo un recuerdo risible). “Habana, ábrete y trágame”, dejó escrito
el siervo servil Virgilio Piñera antes de abrirse él y tragársela a ella (quod
scripsi is crisis). Enmudecí, emputecí, envejecí. Olvidé, odié, olvidé. Fuera
de la Isla descubrí que el Exilio es anterior a toda noción de nación, que la
patria es un equívoco geográfico, que Fidel es efímero a perpetuidad, y que la
Revolución existe porque existen las más caras universidades de Norteamérica
(Fideivy League), donde mi testimonio fue tenido como una curiosidad de circo: “miren,
es cubano y es crítico, ¿ven, compañeros y compañeras de la academia? ¡Las
cosas en Cuba ya están cambiando!”