sábado, 14 de diciembre de 2019
viernes, 13 de diciembre de 2019
jueves, 12 de diciembre de 2019
HABANA HEMICRÁNEA
PUEDES LEER ESTE CUENTO EN INGLÉS (TRADUCCIÓN DE LAWRENCE SCHIMMEL) EN ESTE ENLACE DE LA REVISTA LITRO MAGAZINE DE LONDRES, UK:
HABANA HEMICRÁNEA
Orlando Luis Pardo Lazo
La luz me estaba matando. La luz y un
sueño que todas las noches era el mismo sueño. Una especie de laberinto, donde
corríamos como endemoniados por las calles del barrio, ciegos bajo un sol de
muerte, gritando pinga y cojones, gritando libertad,
gritando vivas y abajos a la Revolución cubana, con las balas de los policías
reventándole el cráneo a mis amigos y novias. Con la realidad a ras de piel.
Pero yo siempre me salvaba. Y es
tan horrible quedarse vivo uno solo. Sobrevivir es sobremorir.
Me despertaba muy triste. Con
lágrimas. Con falta de aire. Sin poder tragar ni saliva. Y con un peso opresivo
partiéndome las costillas del lado del corazón.
Eso es todo lo que me queda ahora
de La Habana. Luz que mata, enceguecedora. Luz y un sueño sin sentido. Luz y malas
palabras, mierdas palabras. Muerte mala, pasada por la batidora onírica de la
barbarie. Gritos recurrentes, grosería de barrio. Y una rabia cubana que no se
sabe si es consecuencia o causa de la Revolución.
En cualquier caso, una rabia
residual. Como el eco de un big-bang que ya a nadie escandaliza.
Despertaba con
la cabeza queriéndoseme rajar de dolor, partida en dos de dolor. Los sesos
saliéndoseme solos por las orejas. Por ósmosis o gravedad, o por algún efecto
cuántico del proletariado.
Y saltaba de la
cama para abrir los ventanales decimonónicos de mi apartamento. Abrir una
brecha. Y entonces la opresión se convertía en mar, en nubes, en pasarela de
aviones. Veía el humo de las chimeneas, y veía otro año que se ensañaba con
Cuba. Dos mil algo, dos mil nada. Contar los minutos, contra los minutos. El
silencio de los suicidas. Hemicránea, dolor de media cabeza. La desesperación.
Sólo después, al
rato, volvía por fin la paz. Volver a ser una puta exiliada en casa. Pijamas
privados contra el despotismo social. Una loca de carroza que no pertenece a
nadie ni a ningún sitio, pero que no puede de ninguna manera alejarse de su
hogar. Ah, La Habana. La Habanada…
La brisa del malecón es un alivio
contra los pensamientos y la peste. Allá abajo deben ser ya las diez y tanto de
la mañana. Desde aquí arriba la patria parece de pronto un parqueo. Sin
parquímetros, por supuesto, y sin paisanos. Todos en el socialismo somos
soberanamente soldados. Paraparaíso militar.
Despertar cabeceando y descabezado.
Demente, decrépito, delirante. Cerrar los ventanales de un ventanazo. No más mar,
no más nubes, no más pasarela de aviones. No más humo de chimeneas, no más dos
mil o años ceros. No más minutos. Sólo la hemicránea es criterio de la verdad. Sólo
el silencio de los suicidas permanece medio inalterable, insistente y medio.
Elocuente, ensordecedor, antes de que rompa a sonar el tam-tam de la tribu
totalitaria allá afuera, según el mediodía cubano comienza a recoger las sombras
bajo nuestros pies.
Es tan odioso un país sin sombras
que.
La luz en Cuba es tan humillante
que.
Se cuela entre las persianas y por
debajo de las puertas. Invade los restos de tu privacidad. Y te priva de todo
espacio interior. Luz sucia, soplona, segurosa, fotones compinches de la
Seguridad del Estado. Por eso hay que ponerle trapos, trampas. Taparla. La luz
en Cuba es como la Revolución. Inmanente, innecesaria. Hay que tapiarla.
A las doce en punto empezó la
fiesta funeraria de vivir en un edificio con mil o mil quinientos vecinos en Centro
Habana.
—Te mato, maricón —oí la voz de una
mujer.
Corretaje, cristalería rota,
chillidos de niño. Desmayos, infartos. Histeria local, locuaz.
—Te mato y no te pago: yo no soy
tarrúa de nadie.
Eran los vecinos de los altos. O
los vecinos de los bajos. O ambos. Matrimonios bastante bien llevados, pero con
el calor del mediodía ya no se resistían más. Entonces se caían a galletas y
palabrotas, rara vez machetazos o algo más grave. Casi nunca nadie salía
herido. Y mucho menos se le ocurriría a nadie llamar a la policía. Eso, en este
barrio constituiría alta traición. Y los aseres, moninas y consortes del barrio,
aunque nunca habían leído a José Martí, sí se sabían de memoria aquel anatema
adolescentario de “cómo se castigaba en la Antigüedad la apostasía”.
En efecto, como a los cinco o seis minutos
todo se calmó. Pax cubensis.
—Te quiero, papi, te loviu con todo
mi corazón —oí otra vez la voz de la mujer.
Aplausos, risas, reguetón y baladas
a todo meter. Botellas descorchadas. Y esos chillidos de niño que en Cuba son una
constante universal. Todo el mundo se preña y pare tan temprano aquí. Con
hambre, pero singando y singando hasta que se hunda la Isla o se nos muera el
feto póstumo de Fidel.
Terminada la matiné, cae lentamente
el telón.
—Te amo, papi, quiero sacártela bien
rico y que me eches toda esa lechita tuya en mi carota —después de la
representación, la pornografía en los camerinos—. Y esa tipa, mira, mejor que
se vaya para en casa del recontracoñísimo de su madre y que no se porte nunca
más por aquí.
Sonó el teléfono. Eras tú. Tú y tu
voz líquida, de aceroníquel. De liquen de diecisiete años. Preguntabas si yo ya
estaba despierto. Preguntabas si podías pasar. Tú siempre preguntabas. Tu
curiosidad era lo único excitante a lo largo y estrecho del territorio
nacional.
—Pasa, por favor —te dije—. Ayer
tuve una noche muy mala. Soñé que te habían matado. Te vi muerta,
desangrándote. Te vi héroe en medio del horror. Me estoy volviendo muy loco,
creo. Creo que tengo que ir a un buen hospital.
Tocaron a la puerta. Fui a abrir.
Eras tú. Tú y tu pelo de lluvia negra, de asfalto. De champú de azabache. Tan
sudada. Hacía un sopor insoportable. Preguntaste si ya me sentía un poco mejor.
Preguntaste si podías pasar. Preguntaste si yo me preguntaba por qué tú siempre
todo lo preguntabas.
—Por favor, pasa —te dije—. Tuve
una noche muy mala ayer. Soñé que te habían matado. Te vi desangrándote,
muerta. Te vi con horror en medio de los héroes. Tengo que ir a un buen hospital,
creo. Creo que me estoy volviendo muy loco.
Pero, por
supuesto, no fuimos a ninguna parte. No hay hospitales verosímiles en Cuba, ni
buenos ni malos. Salir de mi apartamento era demasiado para mis fuerzas. Y,
contigo allí, era imposible.
Estabas preciosa. Fuiste hasta la
cocina y me preparaste uno de esos tés que tú siempre me traes. Este era rojo.
Importado de China, me aseguraste. Tu silueta recortada contra el vapor de agua
era magnífica. Parecías tú misma de gas. Tú, de té. Te lo dije. Ni me hiciste
caso.
Olía mucho a gas por toda la casa,
porque las hornillas tenían salideros. Ese gas propano era el olor de mi
infancia. De la infancia de todos los cubanos. Ese olor a gas nos falta,
vayamos a donde vayamos para nunca más regresar. El propano perdido en La
Habana es el paraíso que hemos perdido en todo el planeta.
Comenzaste a toser. Me di cuenta que tosías como si sólo tuvieras
diecisiete años. Nunca antes yo había reparado en tu edad. Eras una niña,
increíble. Pero más increíble era que siendo niña me amaras. Yo te veía tan
mujer. Tan libre. Tan de vuelta de todo. Tan resentida de nuestra inhóspita
Habana. Tan decidida a escapar de Cuba conmigo a la primera oportunidad. Tan
tú. Tan té.
Te
sentaste sobre mí. Te tanteé. Te arqueaste. Dijiste ay, muy bajito. Como
se quejan las niñas, con educación. Con recato. A rebato.
Tuve que
leerte los labios para entender tu lamento. Era un ay sin duda. Un ay
amable, sin ansiedad. Una interjección más que intensa, íntima. Un ay de
estar en casa. De no querer irte sin mí. De irnos y venirnos y volvernos a ir.
Sentada
sobre mi asta. Que palabra tan atroz. En lugar de decir como mis vecinos:
sentada sobre mi pinga y olé. Arqueándote, iluminada. Los ojos en blanco con
naturalidad. La mirada ida, muy honda dentro de mis ojos. Yo sintiéndome estúpidamente
feliz de que tú fueras tú.
Amé el
desastre de mi apartamento heredado, con su olor a gases de infancia. Flor de
peo. Hongos de humedades. Con la bulla de los vecinos, sus broncas y
reconciliaciones baratas. Con Cuba todavía con Castro, o con el cadáver
caminante de un Castro todavía con Cuba allá afuera. Con La Habana de la que
huíamos también al otro lado de la pared, ciudad enceguecida como la luz
humillante que nos imponía entre las persianas y
puertas, espiando los restos de nuestro placer.
Amé que estuviéramos ahora y aquí, los
dos sin edad. Tú, mi única mujer, después de una vida con mujeres simulacros al
por mayor. Yo, tu primer hombre, antes de una vida de hombres. Nosotros,
habitantes del futuro. Sin memoria. Deshabitantes de una Habana ya sin trazas
de la hemicránea. Gracias, mi amor. Me curaste. Hasta el dolor se diluye en el
deleite de mis delirios gracias a ti.
No te tapaste después de venirte,
como otras veces. Te tendiste encima de mí, como nunca. Me dijiste:
—Orlando Luis, me voy.
Entendí. Entendiste que yo entendí.
Entendimos.
“Orlando Luis, me voy” quiere decir
en cubano “Orlando Luis, me voy del país”. Significa que no podías darte el
lujo de esperar por mis eternas indecisiones. Significa que te ha caído una
oportunidad que no puedes compartir ni desperdiciar. Mucho menos conmigo.
Más claro, ni el agua: “Orlando
Luis, me voy del país” quiere decir en cubano “Orlando Luis, no te veo más”.
Pero “Orlando Luis, no te veo más” no tiene traducción entendible en cubano,
por lo que la frase más común que pronunciamos en Cuba es la que tú elegiste: “Orlando
Luis, me voy”.
Y así todos los interlocutores entienden
perfectamente de que se trata sin necesidad de ponerlo en voz alta. Tú, yo,
nosotros. Pronunciarlo es lo peor.
Me gustaba desnudarme de noche en
la ciudad.
Iba hasta el castillo del Morro, al
borde de los fosos de fusilamiento. Iba a los doceplantas decrépitos de Alamar,
bajo los flamboyanes y el apagón eléctrico. Iba hasta la estatua de un Lennon
exhausto en un parquecito del Vedado. Iba a la desembocadura del río
Almendares. Y después al puente sobre el río Almendares, donde la calle 23 se
convierte sin darse cuenta en la calle 41.
Iba cada noche a una esquina más o
menos pública o recóndita de La Habana. Esperaba un instante algo más desolado
en medio de la desolación general. Y me quitaba entonces toda la ropa de un
tirón. Sin pensarlo de nuevo. Tampoco era necesario. Ya lo había pensado antes,
tal vez demasiado.
Respiraba. Los ojos desorbitados. Encuero.
La piel erizada por la excitación, el miedo, o ese frío nórdico que, cuando
estás vivo, te cala hasta los huesos en las madrugadas de La Habana. Y yo
estaba de pronto muy vivo. Mucho, tal vez demasiado.
Y entonces pegaba un alarido de
loco. Una cosa que no era humana. Ni animal. Ni tenía vocales. Una especie de qwndtpfgwbklljchhh.
Sólo después, la
paz. Volver a vestirme, como una puta apurada que regresa a casa. Penéloca de
la barbarie que no pertenece a nadie ni a ningún sitio, pero que no puede de
ninguna manera alejarse de su hogar hemicránea, Hemicardio, hemihabana.
La vez que me paró la policía por
poco me disparan balas de verdad, hechas no de sueños sino de una pesadilla de
plomo. Me pusieron como tres pistolas al mismo tiempo en la cabeza. Las
rastrillaron como treinta veces. No sé por qué me querían vaciar los sesos,
astillarme hasta el último huesito del cráneo, desangrarme en plena vía pública
sin siquiera permitirme taparme.
Me arrastraron hasta un poste del
tendido eléctrico. Aún encuero. Querían ver bien quién yo era. Nunca lo
pudieron averiguar. Era demasiado obvio que yo era Orlando Luis.
Me viraron. La farola del poste se
me metió con furia en la cara. También piñazos, palabrotas, escupitajos. La luz
y la policía cubana me estaban matando, pero lo más agónico era que nunca me
terminarían de matar. ¿Dónde parar? ¿Dónde poner un punto y aparte?
Olvidar es una cuestión estrictamente
política.
Siempre será niño quien tuvo
infancia.
El castrismo en Cuba es anterior y
posterior al paréntesis de los Castro.
La luz provoca cáncer.
La sed es la esencia del
socialismo.
Ser cubanos es no tener
contemporáneos.
La vida tampoco está en esta parte.
Te extraño.
Vendí el apartamento. Compré
clandestinamente una balsa. Quería irme de Cuba, Orlando Luis. Pero no tenía en
Cuba a nadie a quien se lo pudiera decir. De ahí este diálogo de sordos hecho
de patadas, más que palabras.
Quise parar a cualquiera en la
calle para decírselo. Me voy, me voy, me voy. Hacía un invierno vil, de treinta
y tantos grados centígrados por las tardes. Eran los alrededores del cine Yara.
Y ni la brisa de La Rampa, ni el halo de aire acondicionado del hotel Habana
Libre, aliviaban la sensación térmica de opresión.
El totalitarismo es eso: un complot
absoluto donde hasta el clima es cautivo.
La vi. Se me abalanzó, casi sin
darse cuenta. Al parecer, era universitaria. Bajaba por la colina de la calle L
y le hablé por azar, acaso para esquivarla. Le dije que me iba, me iba, me iba,
y que no tenía a nadie en Cuba a quien se lo pudiera decir, mientras cruzábamos
bajo el semáforo más concurrido de La Habana y América.
Pelo de lluvia negra, de asfalto. Champú
de azabache, sudado. Tosió, y me di
cuenta que tosía como una niña. Increíble. Pero más increíble era que siendo
una niña fuese también universitaria.
Me
respondió, justo antes de diluirse en el rebaño humano que desembarcaba en la
acera de la heladería Coppelia. Su voz resonó líquida,
de aceroníquel. De liquen para siempre virgen a sus quién sabe si diecisiete
años. Toda simetría es un síntoma sin enfermedad.
—Verdad que en la calle hay una
pila de locos —me dijo, con esa sabiduría instantánea de cuando el pueblo
cubano era el pueblo cubano, y no una masa amorfa estofada por un sol sostenido
mayor.
No se trata de
despertarte con la cabeza queriéndosete rajar de dolor, partida en dos de
dolor. Los sesos saliéndosete solos por las orejas. Por amnesia o capilaridad o
algún defecto óptico de los paraísos perdidos y encontrados. Se trata de que lo
más agónico es no contar ni con medio silencio donde terminar del todo de
despertar.
Me despertaba más bien alegre. Con
lágrimas luminosas, las órbitas de los ojos desorbitadas. Con exceso de aire,
hiperventilación. Eructando espumas. Y con una ingravidez liberadora igual
partiéndome las costillas del lado del corazón. Pero no saltaba de la cama
hasta los ventanales decimonónicos de mi apartamento. No hacía falta. La cama
es brecha y es balsa más que suficiente.
La política es una cuestión de
olvido selectivo.
Sólo quien nace huérfano es adulto.
Cuba es un paréntesis de los
cubanos.
Toda metástasis es iluminación.
La esencia del socialismo es ser
insaciable.
El castrismo es un exquisito estado
de atemporalidad.
La vida estaba por todas partes.
Te extraño.
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https://www.litro.co.uk/2016/07/litro-154-cuba-havana-hemicrania/
Translated from the Spanish by Lawrence Schimel
The light was killing me. The light and a dream that was the same dream every night. A sort of labyrinth, where we ran like mad through the streets of the neighborhood, blind beneath a murderous sun, shouting pinga and cojones, shouting libertad, shouting viva and Down with the Cuban Revolution! while police bullets shattered the skulls of my friends and girlfriends. Reality cutting to the bone.
But I always saved myself. And it is so terrible to remain alive all alone. Outliving is outdying.
I woke full of sadness. With tears, without breath. Unable to even swallow. With a heavy weight breaking my ribs on the side where the heart lies.
That’s all that I have left now of Havana. Light that kills, blindingly. Light and a meaningless dream. Light and lousy words, shitty words. Evil deaths, passed through the dreamlike blender of savagery. Intermittent shouting, neighborhood vulgarity. And a Cuban rage that (one can’t be certain) is either a consequence or a cause of the Revolution.
In any event, a residual rage. Like the echo of a big-bang which now no longer scandalizes anyone.
I woke with my head wanting to crack from the pain, to split in two from the pain. My brains sliding out of my ears on their own. Through osmosis or gravity, or through some quantum effect of the proletariat.
And I leapt from my bed to open the nineteenth-century windows of my apartment. To open a breach. And then the oppression became sea, became clouds, became parades of planes. I saw the smoke from the chimneys, and I saw another year acting brutally toward Cuba. Two thousand something, two thousand nothing. Counting the minutes, can’t-ing the minutes. The silence of suicides. Hemicrania, a migraine of half the skull. Desperation.
Only later, after a while, did peace return at last. A damned exile at home once again. Wearing my own pajamas against social despotism. A floozy who doesn’t belong to anyone or any place, but who can’t ever manage to get far from home. Oh, Havana. My Hava-not…
The breeze from the Malecón is a relief against my thoughts and the plague. There down below it must already be ten something in the morning. From up here the fatherland suddenly looks like a parking lot. One without parking meters, of course, or civilians. In Socialism we are all sovereignly soldiers. Military Paraparadise.
To wake with a jerk of one’s head, headless. Demented, decrepit, delirious. Slam shut the shutters. No more sea, no more clouds, no more parade of planes. No more smoke from the chimneys, no more two thousand something or zero years. No more minutes. Only the migraine is criteria of truth. Only the silence of suicides remains half-inalterable, half past insistence. Eloquent, deafening, until the tam-tam of the totalitarian tribe out there starts to sound again, as the Cuban midday begins to gather up the shadows beneath our feet.
A country without shadows is so loathsome that.
The light in Cuba is so humiliating that.
It slithers in between the window blinds and beneath the doors. It invades the remains of your privacy. It deprives you of any inner space. Dirty light, exposing, vigilant, photons that are accomplices of State Security. That’s why it’s necessary to set out rags, traps. To halt it. The light in Cuba is like the Revolution: immanent, unnecessary. It must be walled in.
At noon on the dot the funereal party of living in a building with a thousand or fifteen hundred neighbors in the Center of Havana began.
“I’ll kill you, marícón,” a woman’s shout.
Running feet, broken glass, children yelling. People fainting, having heart attacks. Loquacious local hysteria.
“I’ll kill you and I won’t pay you: I’m no cuckold of anyone.”
They were the upstairs neighbors. Or the downstairs ones. Or both. Marriages that held together fairly well, but could no longer hold up under the heat of midday. Then they fell to slaps and curses, only rarely a blow with a machete or something more serious. Almost never was anyone wounded. And even less did anyone think to call the police. That, in this neighborhood, would be considered the highest treason. And although they’d never read José Martí, the neighborhood’s cliques, clans, and cabals certainly knew “the ancient penalty for apostasy” was execution.
And sure enough, some five or six minutes later, everything calmed down. Pax cubensis.
“Te quiero, Papi,” I heard the woman’s voice again. “I loviu with all my heart.”
Applause, laughter, reggaeton and ballads at full volume. Bottles uncorked. And that squealing of children that in Cuba is a universal constant. Everyone gets pregnant and gives birth so early here. We’re starving, but screwing and screwing until the island sinks under our collective weight or Fidel’s posthumous fetus dies on us.
Once the matinee is finished, the curtain slowly comes down.
“Te amo, Papi, I want to make you feel so good and for you to squirt that warm milk of yours on my face,” after the show, porno in the dressing rooms. “And as for that girl, well, it would be better if she went back to her motherfuckin’ mama’s house and never showed her face around here again.”
The phone rang. It was you. You and your voice, like liquid, like stainless steel. Like seventeen-year old lichen. You asked if I was awake. You asked if you could stop by. You always asked. Your curiosity was the sole stimulant in the whole length and breadth of the country.
“Please do,” I told you. “I had a bad night yesterday. I dreamed you had been killed. I saw you dead, bleeding to death. I saw you as a hero in the middle of the horror. I think I’m going crazy. I think I need to go to a good hospital.”
There was a knock at the door. I went to open it. It was you. You and your hair like black rain, like asphalt. Like jet-black shampoo. You were so sweaty. There was an unbearable lethargy hanging over everything. You asked if I felt a bit better. You asked if you could come in. You asked if I wondered why you always asked about everything.
“Please do,” I told you. “I had a bad night yesterday. I dreamed that you had been killed. I saw you bleeding to death, dead. I saw you horrified in the middle of the heroes. I need to go to a good hospital, I think. I think I’m going very crazy.”
But, of course, we didn’t go anywhere. There are no real hospitals in Cuba, neither good ones nor bad. Leaving my apartment was beyond my strength. And with you there, it was impossible.
You were lovely. You went to the kitchen and prepared for me one of those herbal infusions you always bring me. This was a red tea, imported from China you assured me. Your silhouette outlined against the rising steam was magnificent. You seemed ethereal yourself. You, your tea. I told you so. You didn’t pay me any attention.
The whole house smelled of gas, because the stove leaked. That propane gas was the smell of my childhood. Of the childhood of all Cubans. We miss that smell of gas, wherever in the world we go to never again return. That propane lost in Havana is the Paradise we’ve lost across the planet.
You started to cough. I realized that you coughed as if you were only seventeen years old. I had never before been aware of your age. You were a child, incredible. But even more incredible was that, being a child, you might love me. I saw you as such a woman. So free. So returning after everything. Suffering so from our inhospitable Havana. So determined to escape from Cuba with me at the first chance. So yourself. So tea.
You straddled me. I groped you. You arched. You said ay, very softly. Like how little girls complain, politely. Demurely. Unsurely.
I had to read your lips to understand your cry. It was an ay without question. A friendly ay, relaxed. An interjection, intimate rather than intense. An ay of feeling at home. Of not wanting to leave without me. Of leaving together and coming and leaving again.
Seated upon my flagpole. What a horrible word. Instead of saying like my neighbors do: seated on my cock and that’s that. Arching back, luminous. Your eyes rolled back until only the whites showed. Your gaze gone, so deep within my eyes. And I feeling stupidly happy that you were you.
I loved the disaster of my inherited apartment, with its scent of childhood gases. Hellflower. Molds from the damp. With the racket of the neighbors, their fights and cheap reconciliations. Cuba still with Castro, or with the walking cadaver of a Castro still with Cuba out there. With the Havana from which we also fled on the other side of the wall, a city blinded like the humiliating light that forced its way around the blinds and the doors, spying on the remains of our pleasure.
I loved that we were now and here, both of us ageless. You, my only woman, after a life with wholesale simulacra of women. I, your first man, before a lifeful of men. We, inhabitants of the future. Memoryless. Disinhabitants of a Havana now without any traces of migraine. Gracias, mi amor. You cured me. Even pain was diluted in the delight of my deliriums thanks to you.
You didn’t cover yourself after you came, like on other times. You stretched against me, as you’d never done. You told me, “Orlando Luis, I’m leaving.”
I understood. You understood that I understood. We understood.
“Orlando Luis, I’m leaving” meant in Cuban “Orlando Luis, I’m leaving the country.” It meant that you didn’t have the luxury of waiting for me and my eternal indecisions. It meant that a chance had fallen before you that you couldn’t share nor waste. And especially not with me.
Even clearer than water: “Orlando Luis, I’m leaving the country” meant in Cuban: “Orlando Luis, I won’t see you again.” But “Orlando Luis, I won’t see you again” has no intelligible translation in Cuban, so the sentence we utter in Cuba is the one you had chosen: “Orlando Luis, I’m leaving.”
And thus everyone understands perfectly what is meant without needing to say it aloud. You, I, us. Speaking it is worse.
I liked to undress myself at night in the city.
I went out to Morro Castle, to the edge of the pits where the firing squads shoot so many. I went to the Alamar’s decrepit buildings, beneath the flame trees and the electric blackout. I went to the statue of a tired Lennon in a little park of El Vedado. I went out to the mouth of the Almendares River. And then to the bridge over the Almendares River, where 23rd street became 41st street without realizing it.
I went every night to a corner of Havana that was more or less public or hidden. I waited for a moment that was a little more desolate in the middle of the general desolation. And then I took off all my clothes. Without thinking twice about it. That wasn’t necessary. I had already thought about it before, perhaps too much.
I breathed. My eyes wild. Buck naked. My skin goosepimpled with excitement, fear, or that Nordic cold that, when you’re alive, pierces you to the bone in the late hours of the night in Havana. And I was suddenly very alive. Very, perhaps too much.
And then I started to shout like a madman. Something that wasn’t human. Nor animal. It had no vowels. A sort of qwndtpfgwbklljchhh.
Only afterwards, peace. Getting dressed again, like a whore hurrying home. Penéloca, crazy cock Penelope of the barbarism belonging to no one and no place, but who can’t manage to get far from their hemicranial, hemicardiac, hemiHavana home.
The time the police stopped me I almost got shot with real bullets, made not from dreams but from a leaden nightmare. They pressed three pistols against my head at the same time. They cocked them some thirty times. I don’t know why they wanted to spill my brains, to shatter the very last bone in my skull, leave me bleeding dry in the middle of the street without even letting me cover myself.
They dragged me to an electricity pole. Still naked. They wanted to see properly who I was. They couldn’t ever verify anything. It was too obvious that I was Orlando Luis.
They spun me around. The lightpost struck my face with fury. As did fists, curses, spittle. The Cuban light and the Cuban police were killing me, but the most agonizing thing was that they never finished killing me. Where to stop? Where to place a period and start a new paragraph?
To forget is a strictly political question.
Whoever had a childhood will always be a child.
Castroism in Cuba is before and after the parenthesis of the Castros.
Light causes cancer.
Thirst is the essence of socialism.
Being Cuban means having no contemporaries.
True Life is not elsewhere either.
I miss you.
I sold the apartment. Clandestinely, I bought a raft. I wanted to leave Cuba, Orlando Luis. But I had no one in Cuba who I could say it to. Hence this dialogue among the deaf held in kicks more than words.
I wanted to stop anyone in the street in order to tell them. I’m leaving, I’m leaving, I’m leaving. It was a vile winter, in the thirties Celsius each afternoon. I was in the area around the Yara Cinema. And not even the breeze from La Rampa, nor the halo of air conditioning from the Habana Libre hotel could alleviate the thermal sensation of oppression.
That’s what totalitarianism is: a consummate conspiracy where even the climate is captive.
I saw her. I threw myself at her, almost without realizing. It seemed she was a university student. She was coming down the hill of L street and I told her by chance, perhaps to avoid her. I told her that I was leaving, that I was leaving, that I was leaving, and that I had no one in Cuba who I could say it to, as we crossed beneath the busiest stoplight of Havana and the Americas.
She had black hair, like asphalt. Jet-black shampoo, sweaty. She coughed, and I realized she coughed like a little girl. Incredible. But more incredible was that being a little girl she was also a university student.
She answered me, right before dissolving into the human herd that disembarked onto the sidewalk in front of the Coppelia ice cream shop. Her voice sounded liquid, like stainless steel. Like lichen forever virgin at her seventeen or who knew how few years. All symmetry is a symptom without sickness.
“The street is truly filled with a bunch of madmen,” she told me, with that instantaneous wisdom of when the Cuban people were the Cuban people, and not an amorphous mass stewed by a greater sustained sun.
It is not a matter of waking up with your head wanting to crack from the pain, to split in two from the pain. Your brains oozing out your ears on their own. From amnesia or capillarity or some optical defect of Paradises lost and found. Instead it’s that the most agonizing is not having even a half-silence in which to finish up waking up completely.
I woke up more or less happy. With luminous tears, my eyeballs popeyed. With too much air, hyperventillation. Burping up foam. And with a liberating weightlessness likewise pushing apart my ribs on the side where my heart lay. But I didn’t leap up from my bed to the nineteenth century shutters of my apartment. It wasn’t necessary. The bed is a breach and it is more than raft enough.
Politics is a question of selective forgetting.
Only he who is born an orphan is an adult.
Cuba is a parenthesis of the Cubans.
All metastasis is illumination.
The essence of socialism is to be insatiable.
Castroism is an exquisite state of timelessness.
True life was everywhere too.
I miss you.
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lunes, 9 de diciembre de 2019
sábado, 7 de diciembre de 2019
OLPL EN RIALTA
PUEDES LEER ESTE CAPÍTULO DE OLPL EN LA REVISTA DIGITAL CUBANA RIALTA:
Otra patria, otro siglo,
otros hombres
Temía enfermarse, siempre temía enfermarse y morir
sin darse cuenta fuera de Cuba. Es decir, enfermarse
y morir del cuerpo. Físicamente. Porque la cabeza
de todas formas ya la tenía hecha talco. Su cabeza y
las cabezas de casi todo el mundo en su generación.
Hacía casi diez años que no veía a La Habana. Hubo un tiempo,
en La Habana, en que él hubiera dado cualquier cosa con tal de
no verla más. Que se jodiera, la muy puta. Adiós a la capital
mierdera de todos y cada uno de los cubanos. Bye-bye a la
Babilonia de los brutos y los brutales. La cuna del castrismo
cultural, el burdel yanqui convertido en convento comunitario,
la madrastra en ruinas de la Revolución.
Los cubanos son así, pensó, ajustándose la bufanda para
que le tapara también la boca y la nariz, no sólo el cuello.
Los cubanos somos así. Malagradecidos como carajo. Ni
comen, ni dejan comer. Una plaga planetaria de ingratitud.
Ni comemos, ni dejamos comer.
Era tarde. Hacía frío. Respirar le resultaba un suplicio.
Temía enfermarse, siempre temía enfermarse y morir
sin darse cuenta fuera de Cuba. Es decir, enfermarse y
morir del cuerpo. Físicamente. Porque la cabeza de todas
formas ya la tenía hecha talco. Su cabeza y las cabezas
de casi todo el mundo en su generación.
Fue en el ochenta, como diría Santiaguito Feliú en una
canción de barrio. Algunos amigos de aquella edad que
ya no está. Como él. Ya no estará.
Morirse es de pinga, pensó y se quitó un guante, ayudándose
con la otra mano. Consultó su iPhone X a ver qué temperatura
lo estaba torturando ahora en la vida real. Le dolían hasta las uñas.
Tendría que estar muy baja, supuso. La próxima glaciación
empezaba hoy, en una esquina mediocre del exilio cubano.
En efecto, Google le devolvió 13 grados. Que en Fahrenheit
no significan nada. Pero que traducidos a grados Celsius son
un holocausto.
Esa noche, la ruta 59 se demoraba más de la cuenta.
Hacía un cuarto de hora que la esperaba en las afueras
del hospital Saint Mary. Quince minutos, contados
meticulosamente con el tic-tac del time is money
de los Estados Unidos de América, significaban una
eternidad. Incluso para el transporte público de una
ciudad tan anacrónica como Saint Louis.
Santa María, San Luis, Santa Missouri, Santos Estados
Unidos de América. Santoral de la segregación. A falta
de Revolución, racismo. Sonrió. Defenderemos este
ghetto al precio que sea necesario. Y finalmente se
carcajeó. Hacía un buen rato que no lo hacía con ganas.
Carcajearse. Reírse solo es una cosa de locos. Y él lo estaba,
al parecer. Por suerte. A estas alturas de la historia,
esa era su única válvula de seguridad. De sobrevivencia.
Se estaba convirtiendo en un chiste viviente, en un
evangelio ejemplar de la comemierdad. El último
de los mohicubanos.
Cuando la guagua por fin se apareció, cargada de
negros tristes y con un olor a marihuana mal mezclado
con el tufo de la calefacción, la chofer le pidió no sólo
su pase magnético para el transporte público, sino
también el carnet de la universidad. Per Veritatem Vis.
—Es la ley –la tipa de completo uniforme le dijo en inglés,
y ella estaba allí para hacerla cumplir.
La ley es la ley es la ley. Despierta, que no estás en Cuba.
The law is the law is the law. Tronco de taradita con un
sueldo menos que mínimo, pagado de hora en hora por
el ayuntamiento de la ciudad: $7.25 por viaje. Despierten,
que no estamos en Cuba.
Pedirme el carnet de universitario era su pequeño poder
de perdedora. Su pataleta de hembra étnica abandonada
por sucesivos hombres y por las veintisiete enmiendas de
la constitución americana. Y ella no iba a renunciar así
como así a aquella reparación antiesclavista. Lo había
cogido en falta, al blanquito cubano de La Habana. La
venganza es un plato que se saborea mucho mejor en frío.
Literalmente, en frío.
Orlando Luis buscó y buscó en su maleta y no lo encontró.
Ni en ninguno de sus bolsillos. Tenía el pase magnético,
pero no su carnet de identificación. Tampoco estaba en
los forros y doble-forros de sus incontables capas de
invierno. Y mucho menos, por supuesto, en su billetera.
Ojalá el carnet se le hubiera quedado en casa. Porque
la perspectiva de haberlo extraviado de nuevo se le hacía
simplemente inconsolable. Con ganas de llorar y todo.
De la euforia a la depresión. Del éxtasis de la libertad
a la miseria del capitalismo. Maldito sea tu nombre, democracia.
Se lo dijo a la mujerona, usando su inglés más diplomático.
A ratos minimizando y a ratos exagerando su acento caribe.
Le dijo que el carnet lo había dejado en casa por error, que
lo perdonase. Que, en tanto inmigrante o imbécil, él desconocía
esa ley de ella que aquí era the law. Por favor, please. O, mejor,
con gusto le hubiera dicho que el carnet se lo habían robado
unos supremacistas blancos, a punta de antorchas y con
capirotes del Ku Klux Klan.
Todo dicho siempre con su mejor lenguaje de víctima,
con un argot de linchado. Y encima le prometió, con la
misma jerga, que no volvería a ocurrirle un descuido así
por el resto del siglo XXI, ni del III milenio. Todo pronunciado
con su vocabulario de imitación, su Spanglish académico
ridículamente sobreactuado, a falta de su labia original
abandonada a su suerte en la Isla.
Además, él cogía esa guagua más o menos a la misma hora
todos los días. Hoy se le había hecho un poco tarde, tal vez.
Concedido. Pero se estaba congelando y, para colmo, sentía
una soledad intraducible en el alma. ¿Ella no podría, por
casualidad, por misericordia, por solidaridad de clase, hacer
una excepción esa noche con él? ¡Allá afuera lo esperaban
los trece grados de aquella cruel escala democrática
de los grados Fahrenheit!
La chofer le dijo que no. Rotundamente que no. Un noup
en argot ebónico, dialecto de la resistencia al establishment.
La afronorteamericana lo caló hasta los tuétanos, clavándole
los ojos al tiempo que hacía rebuznar la guagua, como
amenazando con apagar el motor. Lo que significaba que
en cualquier momento ella bien podría, sin previo aviso,
llamar a la policía por su walkie-talkie y reportar un
incidente de indisciplina o acoso con un pasajero.
Y el pasajero en cuestión a ras de aquella ruta 59 era él.
Parado como un espantapájaros junto a la alcancía digital.
Ni siquiera tenía monedas para echar. Y tampoco se aceptaban
tarjetas de banco, sólo su pase magnético para el transporte
público, siempre y cuando él también mostrase su carnet
universitario, causa más que suficiente para su apartheid.
Se hizo un silencio gentrificado. Ni uno solo de los negros
tristes se ofreció para ayudarlo. Era lógico. Orlando Luis los
compadeció. Eran negros y estaban muy tristes. Para colmo,
desde la esclavitud ellos vivían en una nación que les resultaba
rabiosamente desconocida. Como risiblemente desconocida
le resultaba ahora a él.
Orlando Luis se sobó la Glock calibre 9 milímetros que
portaba bajo el sobaco izquierdo. Semiautomática, lo más
apropiado para un estado open-carry como Missouri y medio
Midwest. Tenía que bajarse y punto, pensó. A la pinga
la ruta 59, al carajo la bruta de la chofer. Y por fin se bajó
sin proferir ni un insulto racial, por suerte para él, no sin antes
inhalar hondo una última bocanada de la calefacción pegajosa
del bus, que hedía a ropa de pobres y marihuana barata,
un cáñamo sagrado en otros parajes que todavía resulta ilegal aquí.
No alcanzó a decirle a la chofer del bus ni siquiera thanks.
Mejor así. Tal vez ese silencio improvisado lo había salvado
de la violencia que siempre está a punto de estallar en las
postrimerías de este país. Cuando uno abre la boca en
los Estados Unidos, las balas no se demoran en hacerse sentir.
La señorona, muy oronda dentro de su uniforme XXXL de
MetroLink, le cerró la puerta en la cara y arrancó. Probablemente
maldiciéndolo en inglés por haberla retrasado en su estrictísimo
horario de 59s van y 59s vienen en un recodo de Saint Louis.
Tal vez, por esos segundos de tardanza, en el paradero de
Central West End ahora la esperaría un inspector del
Primer Mundo, también uniformado, acaso uno de esos
misóginos supremacistas blancos ya casi en extinción
pero todavía no, para aplicarle a rajatabla una multa
por incumplir su inflexible itinerario, la que sería descontada
automáticamente de su salario mínimo.
Orlando Luis la compadeció. A ella y hasta la séptima generación
de sus descendientes. No porque Orlando Luis fuera bueno, no.
Ni tampoco porque no sintiera el goteo de un odio ancestral en
su corazón. Para nada. La compadeció porque, desde que
él estaba fuera de Cuba, le daba pánico convertirse en un
asesino en serie. Y era tan fácil convertirse en cualquier cosa
en esta nación. Puro devenir, esquizofrenia exquisita.
Y lo aterraba terminar siendo ejecutado legalmente,
a manos de un poder que no fuera el entrañable Estado
totalitario de su infancia.
Hacía siglos que Orlando Luis no leía a Milan Kundera,
un autor cuyos libros al parecer sólo circulaban al interior
de la Isla. La cuestión es que la muerte le daba igual.
La muerte era lo de menos. Era aquel halo de una inmortalidad
ridícula lo que más lo asustaba. ¿Salir de Cuba para esta mierda?
Ni muerto.
Él ya no podía concebir una violencia que no viniera
exclusivamente desde y exclusivamente hacia el Estado
cubano. Para eso había comprado la Glock. Para un
magnicidio de sangre Castro: si no a los principales,
al menos a los parientes. No se trataba de desquiciarse
ante cualquier escenita de abuso y ponerse entonces
a hacer terrorismo en la tierra del libre y el hogar
de los bravos, esa moda de masacres masivas a la que él
no le veía ni remotamente la menor gracia.
Vio la 59 alejarse, dejando tras de sí la estela de un humillo
fantasma. Saboreó la estolidez sólida del silencio anglófono.
Y volvió a su realidad de -11 grados Celsius, clavado sobre
el mismo contén de inicio a un costado del hospital Saint Mary.
Orlando Luis se reajustó la bufanda tras su fallido diálogo entre
civilizaciones. Cuello, boca, nariz. Sin olvidar las orejas.
Y en su mente perdonó en persona a todos y cada uno
de los pasajeros cuyas vidas él recién había salvado,
empezando por la consabida chofer.
Bendita seas tú entre todas las rutas 59. Y bendito sea
tu vientre flatulento de una punta a otra punta del condado o la Unión.
Otra vez se quitó un guante, ayudándose con la mano libre.
Y llamó a un taxi con la aplicación de Uber en su iPhone X.
Sólo entonces notó que, por algún secreto motivo astral,
la tarjeta de débito asociada a su cuenta de Uber había sido bloqueada.
Orlando Luis se rindió. Le dolía hasta el alma. Se hincó de rodillas
y pensó sin desesperación en cómo mueren maravillosamente
los personajes de Jack London, por ejemplo. Comenzó a rezar.
Aunque él no sabía rezar. La temperatura tendría que seguir
estando muy baja, supuso, pero a Orlando Luis de pronto
le pareció más que tolerable. Las escalas térmicas convergen
rebasado cierto punto de sublimación.
en La Habana, en que él hubiera dado cualquier cosa con tal de
no verla más. Que se jodiera, la muy puta. Adiós a la capital
mierdera de todos y cada uno de los cubanos. Bye-bye a la
Babilonia de los brutos y los brutales. La cuna del castrismo
cultural, el burdel yanqui convertido en convento comunitario,
la madrastra en ruinas de la Revolución.
Los cubanos son así, pensó, ajustándose la bufanda para
que le tapara también la boca y la nariz, no sólo el cuello.
Los cubanos somos así. Malagradecidos como carajo. Ni
comen, ni dejan comer. Una plaga planetaria de ingratitud.
Ni comemos, ni dejamos comer.
Era tarde. Hacía frío. Respirar le resultaba un suplicio.
Temía enfermarse, siempre temía enfermarse y morir
sin darse cuenta fuera de Cuba. Es decir, enfermarse y
morir del cuerpo. Físicamente. Porque la cabeza de todas
formas ya la tenía hecha talco. Su cabeza y las cabezas
de casi todo el mundo en su generación.
Fue en el ochenta, como diría Santiaguito Feliú en una
canción de barrio. Algunos amigos de aquella edad que
ya no está. Como él. Ya no estará.
Morirse es de pinga, pensó y se quitó un guante, ayudándose
con la otra mano. Consultó su iPhone X a ver qué temperatura
lo estaba torturando ahora en la vida real. Le dolían hasta las uñas.
Tendría que estar muy baja, supuso. La próxima glaciación
empezaba hoy, en una esquina mediocre del exilio cubano.
En efecto, Google le devolvió 13 grados. Que en Fahrenheit
no significan nada. Pero que traducidos a grados Celsius son
un holocausto.
Esa noche, la ruta 59 se demoraba más de la cuenta.
Hacía un cuarto de hora que la esperaba en las afueras
del hospital Saint Mary. Quince minutos, contados
meticulosamente con el tic-tac del time is money
de los Estados Unidos de América, significaban una
eternidad. Incluso para el transporte público de una
ciudad tan anacrónica como Saint Louis.
Santa María, San Luis, Santa Missouri, Santos Estados
Unidos de América. Santoral de la segregación. A falta
de Revolución, racismo. Sonrió. Defenderemos este
ghetto al precio que sea necesario. Y finalmente se
carcajeó. Hacía un buen rato que no lo hacía con ganas.
Carcajearse. Reírse solo es una cosa de locos. Y él lo estaba,
al parecer. Por suerte. A estas alturas de la historia,
esa era su única válvula de seguridad. De sobrevivencia.
Se estaba convirtiendo en un chiste viviente, en un
evangelio ejemplar de la comemierdad. El último
de los mohicubanos.
Cuando la guagua por fin se apareció, cargada de
negros tristes y con un olor a marihuana mal mezclado
con el tufo de la calefacción, la chofer le pidió no sólo
su pase magnético para el transporte público, sino
también el carnet de la universidad. Per Veritatem Vis.
—Es la ley –la tipa de completo uniforme le dijo en inglés,
y ella estaba allí para hacerla cumplir.
La ley es la ley es la ley. Despierta, que no estás en Cuba.
The law is the law is the law. Tronco de taradita con un
sueldo menos que mínimo, pagado de hora en hora por
el ayuntamiento de la ciudad: $7.25 por viaje. Despierten,
que no estamos en Cuba.
Pedirme el carnet de universitario era su pequeño poder
de perdedora. Su pataleta de hembra étnica abandonada
por sucesivos hombres y por las veintisiete enmiendas de
la constitución americana. Y ella no iba a renunciar así
como así a aquella reparación antiesclavista. Lo había
cogido en falta, al blanquito cubano de La Habana. La
venganza es un plato que se saborea mucho mejor en frío.
Literalmente, en frío.
Orlando Luis buscó y buscó en su maleta y no lo encontró.
Ni en ninguno de sus bolsillos. Tenía el pase magnético,
pero no su carnet de identificación. Tampoco estaba en
los forros y doble-forros de sus incontables capas de
invierno. Y mucho menos, por supuesto, en su billetera.
Ojalá el carnet se le hubiera quedado en casa. Porque
la perspectiva de haberlo extraviado de nuevo se le hacía
simplemente inconsolable. Con ganas de llorar y todo.
De la euforia a la depresión. Del éxtasis de la libertad
a la miseria del capitalismo. Maldito sea tu nombre, democracia.
Se lo dijo a la mujerona, usando su inglés más diplomático.
A ratos minimizando y a ratos exagerando su acento caribe.
Le dijo que el carnet lo había dejado en casa por error, que
lo perdonase. Que, en tanto inmigrante o imbécil, él desconocía
esa ley de ella que aquí era the law. Por favor, please. O, mejor,
con gusto le hubiera dicho que el carnet se lo habían robado
unos supremacistas blancos, a punta de antorchas y con
capirotes del Ku Klux Klan.
Todo dicho siempre con su mejor lenguaje de víctima,
con un argot de linchado. Y encima le prometió, con la
misma jerga, que no volvería a ocurrirle un descuido así
por el resto del siglo XXI, ni del III milenio. Todo pronunciado
con su vocabulario de imitación, su Spanglish académico
ridículamente sobreactuado, a falta de su labia original
abandonada a su suerte en la Isla.
Además, él cogía esa guagua más o menos a la misma hora
todos los días. Hoy se le había hecho un poco tarde, tal vez.
Concedido. Pero se estaba congelando y, para colmo, sentía
una soledad intraducible en el alma. ¿Ella no podría, por
casualidad, por misericordia, por solidaridad de clase, hacer
una excepción esa noche con él? ¡Allá afuera lo esperaban
los trece grados de aquella cruel escala democrática
de los grados Fahrenheit!
La chofer le dijo que no. Rotundamente que no. Un noup
en argot ebónico, dialecto de la resistencia al establishment.
La afronorteamericana lo caló hasta los tuétanos, clavándole
los ojos al tiempo que hacía rebuznar la guagua, como
amenazando con apagar el motor. Lo que significaba que
en cualquier momento ella bien podría, sin previo aviso,
llamar a la policía por su walkie-talkie y reportar un
incidente de indisciplina o acoso con un pasajero.
Y el pasajero en cuestión a ras de aquella ruta 59 era él.
Parado como un espantapájaros junto a la alcancía digital.
Ni siquiera tenía monedas para echar. Y tampoco se aceptaban
tarjetas de banco, sólo su pase magnético para el transporte
público, siempre y cuando él también mostrase su carnet
universitario, causa más que suficiente para su apartheid.
Se hizo un silencio gentrificado. Ni uno solo de los negros
tristes se ofreció para ayudarlo. Era lógico. Orlando Luis los
compadeció. Eran negros y estaban muy tristes. Para colmo,
desde la esclavitud ellos vivían en una nación que les resultaba
rabiosamente desconocida. Como risiblemente desconocida
le resultaba ahora a él.
Orlando Luis se sobó la Glock calibre 9 milímetros que
portaba bajo el sobaco izquierdo. Semiautomática, lo más
apropiado para un estado open-carry como Missouri y medio
Midwest. Tenía que bajarse y punto, pensó. A la pinga
la ruta 59, al carajo la bruta de la chofer. Y por fin se bajó
sin proferir ni un insulto racial, por suerte para él, no sin antes
inhalar hondo una última bocanada de la calefacción pegajosa
del bus, que hedía a ropa de pobres y marihuana barata,
un cáñamo sagrado en otros parajes que todavía resulta ilegal aquí.
No alcanzó a decirle a la chofer del bus ni siquiera thanks.
Mejor así. Tal vez ese silencio improvisado lo había salvado
de la violencia que siempre está a punto de estallar en las
postrimerías de este país. Cuando uno abre la boca en
los Estados Unidos, las balas no se demoran en hacerse sentir.
La señorona, muy oronda dentro de su uniforme XXXL de
MetroLink, le cerró la puerta en la cara y arrancó. Probablemente
maldiciéndolo en inglés por haberla retrasado en su estrictísimo
horario de 59s van y 59s vienen en un recodo de Saint Louis.
Tal vez, por esos segundos de tardanza, en el paradero de
Central West End ahora la esperaría un inspector del
Primer Mundo, también uniformado, acaso uno de esos
misóginos supremacistas blancos ya casi en extinción
pero todavía no, para aplicarle a rajatabla una multa
por incumplir su inflexible itinerario, la que sería descontada
automáticamente de su salario mínimo.
Orlando Luis la compadeció. A ella y hasta la séptima generación
de sus descendientes. No porque Orlando Luis fuera bueno, no.
Ni tampoco porque no sintiera el goteo de un odio ancestral en
su corazón. Para nada. La compadeció porque, desde que
él estaba fuera de Cuba, le daba pánico convertirse en un
asesino en serie. Y era tan fácil convertirse en cualquier cosa
en esta nación. Puro devenir, esquizofrenia exquisita.
Y lo aterraba terminar siendo ejecutado legalmente,
a manos de un poder que no fuera el entrañable Estado
totalitario de su infancia.
Hacía siglos que Orlando Luis no leía a Milan Kundera,
un autor cuyos libros al parecer sólo circulaban al interior
de la Isla. La cuestión es que la muerte le daba igual.
La muerte era lo de menos. Era aquel halo de una inmortalidad
ridícula lo que más lo asustaba. ¿Salir de Cuba para esta mierda?
Ni muerto.
Él ya no podía concebir una violencia que no viniera
exclusivamente desde y exclusivamente hacia el Estado
cubano. Para eso había comprado la Glock. Para un
magnicidio de sangre Castro: si no a los principales,
al menos a los parientes. No se trataba de desquiciarse
ante cualquier escenita de abuso y ponerse entonces
a hacer terrorismo en la tierra del libre y el hogar
de los bravos, esa moda de masacres masivas a la que él
no le veía ni remotamente la menor gracia.
Vio la 59 alejarse, dejando tras de sí la estela de un humillo
fantasma. Saboreó la estolidez sólida del silencio anglófono.
Y volvió a su realidad de -11 grados Celsius, clavado sobre
el mismo contén de inicio a un costado del hospital Saint Mary.
Orlando Luis se reajustó la bufanda tras su fallido diálogo entre
civilizaciones. Cuello, boca, nariz. Sin olvidar las orejas.
Y en su mente perdonó en persona a todos y cada uno
de los pasajeros cuyas vidas él recién había salvado,
empezando por la consabida chofer.
Bendita seas tú entre todas las rutas 59. Y bendito sea
tu vientre flatulento de una punta a otra punta del condado o la Unión.
Otra vez se quitó un guante, ayudándose con la mano libre.
Y llamó a un taxi con la aplicación de Uber en su iPhone X.
Sólo entonces notó que, por algún secreto motivo astral,
la tarjeta de débito asociada a su cuenta de Uber había sido bloqueada.
Orlando Luis se rindió. Le dolía hasta el alma. Se hincó de rodillas
y pensó sin desesperación en cómo mueren maravillosamente
los personajes de Jack London, por ejemplo. Comenzó a rezar.
Aunque él no sabía rezar. La temperatura tendría que seguir
estando muy baja, supuso, pero a Orlando Luis de pronto
le pareció más que tolerable. Las escalas térmicas convergen
rebasado cierto punto de sublimación.
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