Tiranía
y aburrimiento
Orlando
Luis Pardo Lazo
Leer al exiliado soviético Joseph
Brodsky en mi propio exilio es revivir aquella época más bien candorosa cuando
leer a Joseph Brodsky en Cuba era memorizar, como si de una contraseña de secta
secreta se tratara, que “la enfermedad y la muerte son, quizás, las únicas
cosas que el tirano tiene en común con sus súbditos”.
Era un momento de deslumbramiento y pánico en que los
traidores en modo subjuntivo no nos atrevíamos todavía a nombrar al tirano de
Cuba. Éramos como niños. La patria nos contemplaba completamente pedagógica,
pañoleta gratis incluida. Un aula, una jaula. Y el precio de portar nuestras
anteojeras no era otro que el fundamentalismo de la felicidad. Maldito sea tu
nombre, democracia.
Tampoco existía por entonces ni la más remota probabilidad
de que nuestro tirano doméstico se pudiera enfermar y mucho menos que se atreviera
a tanto como morir. De hecho, la ausencia de Fidel Castro ha sido para los
cubanos, además de un gesto tardío hasta lo grosero, la más maquiavélica de sus
crueldades de ogro filantrópico. Un Caballo que hizo y deshizo a su voluntad, a
imagen y semejanza de sí mismo. Un Caguairán que al cabo nos abandonó sin
testamento y sin decir ni adiós, el muy cobarde.
Brodsky nos asegura, entre la ironía y la indolencia, que
una tiranía saludable debe durar “una década y media, dos décadas a lo sumo”. Más
allá de esa época de oro del horror, donde la nación acata la esclavitud real a
cambio de una estabilidad retórica, todo régimen tiránico “deviene
invariablemente en una monstruosidad”.
Así, lo que comenzó como el pacto social de permitirle
al partido único (en el caso cubano, comunista) que “estructure la vida por
nosotros”, termina ahora como tedio más que como terror. La ideología muta en
inercia y la simulación se constituye como categoría de esencia: dos síntomas
de que nos hemos acostumbrado a la pirámide personalista del poder, a la par
que nos aburre soberanamente su presencia.
Semejante aburrimiento por momentos pareciera ser lo
único que sobrevivió a la biografía incinerada del hegémono. Después de la
barbarie, el bodrio. Tras el necrológico viernes 25 de noviembre de 2016, los
bostezos residuales de una nación oprimida a perpetuidad ―tal como el
totalitarismo Hecho en Castro somete hoy al cansancio de los cubanos, dentro y
fuera de la Isla― son perversamente el más legítimo legado del Cadáver en Jefe:
su póstumo procedimiento de dominación, su polvillo mágico-maravilloso para que
a nadie se le ocurra despegar los párpados en el arriesgado acto de despertar.
Acaso el propio Brodsky haya predicho esta debacle
calamitosa, a medio camino entre la decadencia y el descaro, taras crónicas de la
idiosincrasia caribe justo desde el desembarco católico-militarista de
Cristóbal Colón. En alguna otra parte, este ciudadano soviético al que otro
partido comunista le canceló su ciudadanía soviética, comenta sobre el “Sahara
sicológico” que es nuestro hastío íntimo e histórico en tanto seres de
entresiglos, de entremilenios.
Para el Brodsky refugiado en los Estados Unidos, que tan
temprano como en 1989 ignoraba pero intuía que el fin de su vida se iba
haciendo inminente, “todo aquello que muestre cierto patrón ya está preñado de
aburrimiento”. Un tedio terminal que para él poco tenía que ver con la
confrontación más o menos colegial entre capitalismo y comunismo, sino con una
noción adulta del tiempo en sí, tiempo en estado “puro”, sin adulteraciones y
sin la menor “dilución”, tiempo no teatral sino cargado de un cuentagotas biológico
más que existencial: la temporalidad “en todo su repetitivo, redundante,
monótono esplendor”.
Tiempo, en definitiva, cíclico. Es decir, tictac en
clave de Revolución, en el sentido de que gira sobre su propio eco y no deja otra
esperanza de emancipación que no sea la línea de fuga. Irse como sinónimo de salirse,
y acaso como metáfora de escapársele al tiempo intolerable de la patria: sus
horas inhóspitas, inhabitables.
La enfermedad y la muerte a la postre le pusieron un
traspiés totalitario a aquel súbdito soviético, para que aquel disidente
soviético no disfrutase o no sufriera demasiado el acabose del comunismo ruso y
europeo. Conocer es carecer. Hoy, dos décadas después de su deceso en el exilio,
a la monstruosidad de una tiranía sin tirano (no hay espectáculo más tétrico que
el de una tonga de títeres sin titiritero), los desaparecidos cubanos en papel
vamos desapareciendo también a ras de piel. Maldito sea otra vez tu nombre,
democracia.